Ahora que ya todos vamos despertando de la modorra en la que nos ha dejado sumidos el confinamiento, me parecía adecuado hablar de ello. De qué nos ha pasado, qué huella ha dejado en nosotros (además de la gordura, el alcoholismo y convertirnos en maestros panaderos) y si nos hemos hecho o no mejores personas como predecían en las redes. Por cierto ya sabéis que escribí un libro de relatos durante el confinamiento. «Encerrados. Relatos de una cuarentena», que podéis comprar aquí y que habla de todas las cosas y fases por las que pasamos.
Me pasé mi confinamiento encerrada con mis dos adolescentes de 14 y 19 (no me falta de ná) así que entretenida lo que se dice entretenida estuve. Tuve que vivir un mes y medio con mis hijos, que no recordaba yo una experiencia así de traumática porque desde hace diez años sólo viven conmigo en semanas alternas, gracias al cielo. Mi ex marido tuvo el Covid, y aunque yo insistía en mandarle a los niños a casa, él dijo que casi mejor me los quedara yo todo el rato, no fuese a ser que enfermasen. Me convenció no con estos argumentos, si no porque me dijo que después yo podría irme «a donde quisiera durante un mes y medio», o sea, de viaje. Así que tengo un «vale viaje» que canjearé oportunamente en lo más crudo del otoño, cuando más problemas haya y más harta esté de mis retoños. Me iré cuando más riesgo haya de que no me dejen volver a entrar. A mi la idea de quedarme atrapada en Bali o en Laos no me disgusta nada, la verdad. Prefiero quedarme atrapada en Bali que en mi casa.
Antes de pasar a enumerar las huellas me ha dejado la dichosa pandemia, quizá cabe considerar, que, obviamente la tragedia son los muertos y mucho después, la crisis económica brutal que tendremos para rato, pero que lo nuestro, lo de las personas de a pie a las que no nos pasó nada, tampoco fue para tanto. Estar encerrados tres meses es jodido, sí, pero la verdad había cierta exageración en el tema. Que no era una guerra. No caían bombas cuando íbamos al súper ni nos teníamos que esconder en refugios ni nos deportaban en trenes. A mi me hizo ver entre otra cosas, las pocas cosas o eventos por los que esta generación ha pasado en comparación con otras. Nos hemos hecho pijos hasta para soportar inconvenientes. Y creo que a la vista está que quedarse sin ir a la oficina, sin pareja o sin buscarla y sin familia nos pone muy pero que muy nerviosos. Es decir, vivimos fundamentalmente pa fuera y somos dependientes de las cosas de fuera, desde una madre a una caña en una terraza.
Y lo que me pasó a mi durante este tiempo y lo que me ha cambiado es…
-Descubrí el placer de dormir hasta las doce o más, algo que no hacía desde adolescente. Dormir está considerado como cosa de vagos y está mal visto que alguien adulto que se levante después de las 10 ¿por qué está tan mal visto no hacer absolutamente nada? ¿no será más bien envidia de los que no lo pueden hacer? Por la mañana apenas me daba tiempo para hacer algo más que no fuera ducharme, ir a por comida y prepararla. Aproveché para ayunar hasta la hora de comer. Total, a la hora del desayuno yo estaba dormida y era imposible tener hambre.
-Aprendí a estar en casa..algo que he odiado toda mi vida. Mi lema siempre ha sido «En ningún sitio como fuera de casa». No concebía un día entero en casa si no estaba enferma; siempre estaba deseando salir a la calle como si tuviera un petardo en el culo. Ahora me gusta más estar en casa, moderadamente, pero me gusta más.
-Le cogí manía a mis vecinos. Soy más bien de carácter arisco con quienes no conozco y toda la hermandad vecinal me ponía un poco nerviosa. Al principio aplaudía pero pronto dejé de hacerlo por no creérmelo básicamente. Desconfío de las olas de solidaridad colectiva. Creo más en votar en consecuencia. Una semana antes de la pandemia, mis ex cuñados, que son anestesista y cirujano, justo me hablaban de lo maltratados por la sociedad que se sentían, los bajísimos sueldos, los horarios maratonianos, los contratos temporales… Mi cuñada me decía que no se explicaba cómo después de doce años de estudios una estilista ganase más dinero que ella, que era responsable directa de la vida de tantos pacientes. Cuando vino la pandemia todos los sanitarios eran héroes porque nos sacaron del apuro pero antes de eso, ni Dios pensaba en sus precarias condiciones de trabajo y dentro de unos meses ya nos habremos olvidado. Con esto quiero decir que estas olas tan bonitas de solidaridad me parecen sospechosas. Creo que lo de los aplausos era más por nosotros, por ver que había seres humanos en algún lado.
-No eché más de menos a mi familia por estar en medio de una pandemia. Es decir, que todo eso de la ansiedad por abrazar a mis familiares a mi no me pasó, quizás porque ya les veo cada tres o cuatro meses y eso nos resulta más que suficiente. Tampoco me entregué al Zoom ni a las videollamadas como hizo casi todo el mundo. No se. Si no hablaba con alguien más que cada dos meses por wasap ¿ por qué ese interés repentino en vernos todos las caras, en tomar los vermús por el zoom?
-Le cogí tirria a Instagram. Acabé hasta el coño de directos de Instagram con clases de zumba, presentaciones de libros, cursos de novelas, obras de teatro…. Durante tres meses estuvimos sometidos a estímulos constantes las 24 horas del día. Parecía que el objetivo era que ni uno solo de los minutos del día estuvieran desaprovechados. Todo el mundo tenía que estar aconsejando, pontificando, comunicándose constantemente. Resultó agotador (y lo que nos queda). Porque muchas de estas cosas han aterrizado ya para quedarse. Y da miedito, la verdad. Da miedo ver como las redes sociales van ganando cada vez más terreno en nuestras vidas hasta que se lo coman todo, incluido el mundo real.
Por cierto que alguien les tendría que decir a los que hacen directos de Instagram que se pongan a sonreír cinco minutos antes porque los caretos «de espera» o de señoras peinándose, son de antología
-Los tíos, de repente, me parecieron seres muy poco interesantes. Me dejó de apetecer meterme en el Tinder y apps del estilo. Me di cuenta de repente de lo absurdo de las relaciones tan forzadas de la vida moderna, de lo iguales que eran todos los Tinder, y lo aburridos y poco atractivos que en general me resultaban el 90% de los tíos que conocía. Vamos, que me dio una pereza que te cagas. No le vi el sentido ni a las relaciones en si mismas ni a la manera de buscarlas.
-El sexo me dejó de interesar bastante o más bien, le di la importancia que creo que tiene, ni más ni menos. Aunque ahora ya no interesa tanto creo; interesan más las series y otras cosas. A pesar de recibir convocatorias para orgías por Zoom y propuestas de citas sexuales virtuales, no me apetecía una mierda practicar cyber sexo con desconocidos. Digamos que cuando uno está en medio de una pandemia, encerrada y con cientos de muertos cada día no piensa en sexo, a no ser que tenga algo muy bueno muy a mano.
-Descubrí el poder terapéutico de leer, la comida rica y el vino, algo que ya sabía antes de que viniera una pandemia. Como he leído hoy por ahí, «menos bla bla y más glu glu»
-Valoré la tranquilidad y la paz que da silencio. No solo el silencio de casa (casi no me apetecía escuchar música) si no sobre todo, el silencio de la calle, la ciudad vacía…
-Recuperé el hábito de escuchar la radio.
-Me di cuenta de que el Satisfyer era una mierda y ya no lo quiero más Me haré masajes faciales con él. Es un puto timo que lo único que hace es anestesiarte el coño y que luego sientas mucho menos cuando tienes sexo normal. Así que de panacea, nada. Menos Satisfyer y más follar.
-No pedí comida por teléfono y menos traída por los pobres riders, esos que ganan dos pesetas la hora.
-He desarrollado odio por Mercadona. Ya no he vuelto. Me da manía. No se si es por el recuerdo del súper desolado, del camino hasta allí en medio del barrio desierto…
-Me di cuenta de que las mascarillas tienen su sex-appeal y creo que a las tías, nos benefician. Dan un aire misterioso y las que tenemos más de cuarenta podemos pasar por venticinco tranquilamente. La mascarilla para las tías es como la barba para los tíos. Todas parecemos guapas o aún mejor, no se sabe cómo somos, lo que en el género masculino debe causar bastante morbo. Quitarse la mascarilla será ahora como cuando Gilda se quitaba el guante, más o menos. Y desde luego ahora es más seguro quitarse las bragas que las mascarilla.
-No voy a volverme rural ni a cultivar lechugas o hacer mis propios champús. Me sigue gustando Madrid.
-No me voy a replantear la vida que llevaba. Me gustaba bastante la vida que llevaba.
-No me hice mejor persona. Soy igual de mezquina y egoísta que era antes o quizá más. Cuando estás solo piensas más en ti y menos en los demás.
-Me saturé de España. Y de hecho el mismo día dos, Dios mediante, salgo de aquí. Me saturé de nuestra esencia, de la maravilla de nuestros pueblos y playas, de los tesoros españoles que forzosamente debemos descubrir este verano. Tengo sobredosis porque creo que nunca estuve tanto tiempo sin salir del país. Y porque me satura un poco España y su clase política. De vez en cuando hay que salir de aquí para valorarnos en toda nuestra dimensión. No hay nada que me apetezca más que perderme en cualquier ciudad cuyo idioma no entienda. Ver otro tipo de gente con otro tipo de mascarillas.
-No tengo miedo. Nunca tuve miedo de coger esta enfermedad ni de eso ni en realidad, de nada más que de la muerte. Ni tampoco tengo miedo de retomar mi vida anormal ahora. No voy a dejar de hacer nada por miedo: de pasear, de viajar, de moverme, de explorar, de tocar, de besar, de conocer gente nueva…. Malo será, como dicen en mi tierra.
¿y a vosotr@s? ¿qué cosas buenas y malas os ha dejado el confinamiento?